Para no olvidar

Los hombres son fantasiosos . Siempre quieren lo que está prohibido: la libertad, por ejemplo. (Carlos Cañas)

lunes, julio 20, 2009

A mis amigos de entonces…

A muchos de ellos no los veo desde noviembre o diciembre de 1981, cuando nos fuimos de Comodoro Rivadavia. A otros, los seguí tratando con los años. Nunca escribo en el Día del Amigo, tal vez por esa cosa de “sin raíces” que cargo, al haber vivido tanto y tan poco en cada lugar. Pero hoy me quería acordar de todos y cada uno de ellos. Es, diría, una deuda pendiente.


No tengo idea qué fue de Sergio Villafañe. Algunos me contaron que se fue a un seminario y se hizo cura. Otros me dijeron que no, que se casó por ahí y tiene dos hijos. Otros sostienen que está en Europa, o en Salta, o en Estados Unidos. De los amigos que tuve en la infancia y preadolescencia, Sergio era sin dudas el más alegre de todos. Siempre estaba de buen humor, siempre feliz, y era el único que tenía inquietudes artísticas, humanísticas, y culturales –aun religiosas- a una edad en la que a la mayoría sólo nos interesaba llegar a casa, hacer los deberes lo más rápido posible, e irse a jugar a la pelota a la “canchita de la gamela”, un predio ubicado en General Mosconi, al pie de una de las gamelas de ex empleados de YPF a la vera de la Ruta 3.

Me acuerdo de haber pasado noches y días enteros con Sergio Villafañe y “Nando” Calfunao, otro amigo de entonces, jugando a las cartas, al ajedrez, o simplemente hablando de los temas que nos preocupaban entonces. Eran, lo que se dice, amigos del barrio, en aquella vieja zona petrolera de Comodoro Rivadavia.

No eran los únicos. Había muchos más. Me acuerdo mucho de Juan Carlos Caperochipi, un gran tipo, con una gran familia. El viejo de Juan Carlos era el menos caracúlico de los padres del barrio. Casi un compinche más, aunque siempre serio. El “Cape”, como le decíamos, era el líder en el que nos reflejábamos, para bien y para mal, para lo bueno, y para las picardías. Es que en toda “barra” siempre hay uno que manda, que indica el camino, que maneja el poder interno del grupo. Juan Carlos era un adelantado en muchas cosas. Fue el que nos hizo descubrir, porque tenía un hermano mayor, que había “música progresiva” y “rock nacional”. Fue el primero en ir a un recital de Almendra y contarnos cómo el flaco Spinetta cantaba Rutas Argentinas con la camiseta de la Selección. Fue también el primero en ir al Colegio Salesiano Dean Funes y enseñarnos el camino de la escuela técnica, fue el primero de nosotros en descubrir que las mujeres también existen, y el primero del grupo en besar a una chica. Me acuerdo que nos tuvo varias horas en vilo antes de contarnos la experiencia. Un gran turro el “Cape”. Creo que en algún punto le significábamos una carga afectiva porque –como a todo líder, cuando uno tiene de 11 a 15 años- lo imitábamos casi en todo. Y vaya casualidad, Juan Carlos vivía –creo que su familia lo hizo por muchos años- en la misma casa en la que habían vivido mis abuelos y nacido mi padre, en las décadas del 30 y 40. Era gente muy unida el grupete de ese barrio. Pasábamos muchísimo tiempo juntos. Desde tomar el colectivo bien temprano a la mañana para ir a la escuela, hasta la hora de la merienda, o después, con el fútbol obligado en la canchita. Los fines de semana, largas salidas en bicicleta o caminando por los cerros, buscar fósiles, leer y cambiar revistas, ir al cine, o a las confiterías “del centro” de Comodoro. No hacíamos muchas locuras, sólo algunas, como meterse en los talleres de YPF los fines de semana a buscar “tesoros” para lookear las bicis, trepar los cerros y bajar de noche sabiendo que nos daba miedo, mucho fútbol a cualquier hora y hasta la noche y con cualquier clima, hacer “esquina” hablando de todo lo que queríamos hacer en el futuro, del partido del fin de semana, de los primeros cigarrillos, de las bebidas, de las chicas del barrio… del colegio, donde nos torturaban Máximo “el balsa” Walsamakis, los flacos González, el ‘Bicho’ Martínez (me contaron que ya no es cura y se casó), y tantos otros… Hacíamos cosas muy creativas. Desde teatro casero, hasta componer música, pasando por fabricar autitos y “tunearlos” para jugar los domingos después de la F-1, cuando íbamos a la primaria. Recuerdo también haber dibujado cine casero en papel vegetal para proyectarlo en un “Súper 8” que tenía el Juanca. No se veía casi nada, pero la pasábamos bien. Eran buenas épocas.

A “Cape” le perdí el rastro pocos años después de irme de Comodoro. Una vez lo vi en Trelew, me acuerdo. Creo que yo ya era periodista. Y él estudiaba. Después del colegio técnico siguió Humanidades. Lo último que supe, cuando viví en Madryn entre 2005 y 2008, es que era fiscal, y que se había separado. Un gran tipo, con muchas luces. Siempre nos sorprendía con algo. Viéndolo desde la distancia, creo que “Cape” aprovechaba a full a su hermano mayor, una fuente de experiencia directa.

Era un grupo muy unido ese… (¿ya lo dije?) Pero incluso a veces dirimíamos a trompadas alguna diferencia, cosas típicas de la edad y de las hormonas que empezaban a funcionar. Es que fueron muchos años de juntadas, desde que teníamos 9, 10 u 11 hasta los 16, y algunos se siguieron viendo más tarde. De aquel grupo recuerdo mucho a Héctor “Che Copete” Santamaría y su hermano Eduardo, que era menor. La madre era enfermera. El padre, no me acuerdo, creo que ya lo conocimos jubilado. Era un peronista clásico, tenía la marchita de Hugo del Carril, y varios discursos de Perón en viejos cassettes. No hablábamos mucho de política entonces pero sabíamos que al viejo de los chicos lo habían perseguido por su militancia. Se que Héctor coincidió hace poco con una de mis hermanas en un curso de Seguridad Industrial e Higiene, en Comodoro. El hermano del “Checo”, Eduardo, era un pibe tímido pero tiro al aire. Me acuerdo que tenía una forma muy poco ortodoxa pero efectiva de jugar al fútbol, y que a los 13 años se puso de novio con Marcela Carpio, una morocha muy linda del barrio… que por entonces tenía 16. Ese día le levantamos a Eduardo un monumento imaginario. Se lo tenía ganado. Nunca supe qué fue de él. Ojalá le haya ido bien, era buena gente.

Nuestro barrio tenía otra división, geográfica y hasta social, por la Avenida Tehuelches. De un lado estaba el “Belgrano Nuevo” y del otro el “Belgrano Viejo”. Y además, convivían, con límites difusos, con los “Ameghino”. De esa época, cuando yo era más chico, recuerdo a otros pibes. Daniel Cavaco era uno de ellos. Un tipo generoso con su tiempo y con los demás, buena madera. Recuerdo que él vivía una situación muy particular, que nos hacía escucharlo con atención sobre todo cuando había algún bardo. No tenía mamá, como sí la teníamos el resto de nosotros. El papá de Daniel se había rehecho de su viudez y casado con otra señora. Para él fue difícil, y a veces nos hacía comprender el valor de la familia desde esa perspectiva, algo que a esa edad por lo menos yo no tenía muy en cuenta, y que me perdonen mis viejos, que se murieron hace diez y veinte años respectivamente. A Daniel Cavaco le debo dos cosas: La primera, cuando yo tenía 9 años, se pasó una tarde conmigo hasta que aprendí a andar en bicicleta en una Legnano rodado 16, un poco más chica que las auroritas rodado 20 de mis amigos, pero que se la bancaba a la perfección para ir incluso hasta el aeropuerto, el viaje más largo que nos animábamos a hacer. La otra: me llevé matemáticas en tercer año luego de haber promediado 9,50 en la materia en los primeros dos años de secundario. Faltaban dos días para rendir y había decidido pasarla a marzo porque no tenía feeling con los profesores. No les entendía nada. Daniel casi me obligó a presentarme y me preparó durante dos días. Logré “sacar la materia” con cinco, resolviendo una ecuación bastante compleja que admitía más de una forma de resolución. A vos Daniel, gracias por ese tiempo y por los consejos.

Seguramente me olvido de muchos. A esas edades uno cosecha también amistades efímeras, o que van cambiando a medida que uno madura. Me acuerdo de Claudio Ponce, Marcelo Milathianakis, el ‘Chino’ Barrionuevo… Él fue el primero de nosotros en manejar un auto. Nos llevaba de joda en el Falcon impecable de su viejo, un taxista laburador. Tampoco se qué fue del ‘Chino’. Casi en la adolescencia, lo veíamos manejando unas motos enormes, en las que nos llevaba a dar alguna vuelta. También estaban el Colorado Lencinas, un stopper muy rudo que se hizo rugbier y bajista, y que a los once años se cayó en la calle y un auto le rompió los dos brazos. Era una curiosidad verlo con ambas extremidades enyesadas. Me acuerdo de Osvaldo Maza, un pibe muy retraído pero que jugaba muy bien al fútbol. Trabajó muchos años en una panadería, y fue el primero del grupo en tomar vino en la mesa con permiso de los padres.

Hubo más. Todos crecimos al calor del barrio, las familias, y el aula. Casi todos íbamos a la Escuela 43, a la Escuela de Frontera, o al Colegio Dean Funes. De la época escolar recuerdo a un amigo a tiempo completo. Se llama Daniel Marcelo Medina. Tampoco se qué fue de él. Creo que la última vez que lo vi fue en 1987 en Trelew. No se por qué viajó y me fue a visitar a la oficina del Jockey Club, donde mis hermanas y yo trabajábamos con mi viejo. En aquellos días, Daniel se reponía de a poco de un incidente serio. Le habían partido la cara con un vaso en una trifulca de boliche, en Rada Tilly, y le quedó una cicatriz enorme. Creo que lo operaron varias veces. Recuerdo que aquello le afectó mucho. Supe que se casó y tiene hijos, pero no mucho más.

Con Daniel compartimos muchísimas cosas. Éramos muy diferentes pero muy unidos. Él me criticaba la actitud de “traga” en la escuela, y yo lo criticaba por bando. Compartimos casi toda la primaria, desde segundo grado hasta séptimo, y después desde primero a cuarto año del Dean Funes. Fueron casi diez años de escolaridad y amistad, con muchos altibajos. Cuando teníamos nueve o diez años, me parece, comenzamos a fumar. Una locura. Comprábamos cualquier cigarrillo berreta. En aquellos tiempos se conseguían R-6, Galaxy, Belmont, Marlboro Largo, Jockey Suaves, algunos negros. Los guardábamos en una caja de zapatos recubierta de papeles, que enterrábamos en un baldío de la zona. Íbamos juntos a casi todos lados, estudiábamos juntos, participábamos de los mismos grupos en casi todo, y después nos fuimos dividiendo. Creo que incluso alguna vez nos gustaron las mismas chicas, pero como él era más decidido en este aspecto; era el que se llevaba el premio, aunque sea consistente en alguna mirada de la princesa deseada. No estoy seguro, pero me parece que cuando me fui a vivir a Trelew, con Daniel nos hablábamos poco y nada. Recuerdo muy bien a su familia, y sus dramas y ventajas de “hijo único”. Vivimos juntos todas las modas y locuras de la preadolescencia, y la infancia más plena, con sus virtudes y sus sinsabores. Creo que nos complementábamos. El era más pícaro en la calle, y yo en el aula. Creo que aprendíamos uno del otro. Ojalá lo volviese a ver alguna vez.

La infancia y la adolescencia son períodos difíciles. Dicen que de allí se hacen amigos para toda la vida. Tal vez sí, tal vez no. En todo caso, me duraron más los amigos que hice a partir de los 16. Con algunos –no son muchos- me hablo y escribo de manera permanente. También hice algunos amigos de adulto, algo raro, pero que se dio de la mano de mis constantes mudanzas por esto del periodismo. Pero los de Comodoro, en aquella lejana Patagonia, me quedaron a trasmano. Igual que mi primera novia, que se llamaba Mariana, quedaron a un mundo de distancia cuando mi familia se trasladó –con todos nosotros- a vivir a Trelew.

Pero no los olvidé. A ninguno. Guardo frescos en la memoria cada momento pasado en las calles de General Mosconi, de las que conocíamos hasta los baches, en la canchita de la gamela, en el Club Huergo, donde descubrimos la natación, el básquet, el tenis, el parque, las peleas a piñas, y los primeros “aprietes” adolescentes, en la esquina de Avenida Tehuelches, en las playas plenas de petróleo, en los cerros, desde donde incluso traíamos “insumos” para un insólito cementerio de animales que hicimos en un boulevard de la Avenida; en la Escuela… Y jamás había escrito ni una sola línea sobre esto, el lugar de los primeeros amigos, básicamente por una pregunta… ¿A quién le importa?

Tal vez hoy, de la mano de las redes sociales, de la globalización, y de Internet, donde ahora dirijo un diario tras decirle adiós al papel, encuentre a algunas de aquellas personas, o a sus familias.

Jamás le di mucha importancia al Día del Amigo. Hoy, pienso distinto. Creo que cambié hace dos años, un día que pasé de manera muy efímera, sólo unas horas, por Comodoro, y recorrí la Avemida Tehuelches y la vieja Ruta 3 para ver el lugar donde me crié.

Y quería saludar, homenajear y mandarles un gran abrazo a la distancia a mis amigos de entonces.

A todos ellos, Felíz Día.

No hay comentarios.:

Powered By Blogger